[vc_row][vc_column][vc_column_text]Por Susana Gisbert Grifo. Fiscal de violencia sobre la mujer en España. Escritora. Para TribunaFeminista.org.[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row][vc_row][vc_column][vc_single_image image=”116011″ img_size=”full” add_caption=”yes” alignment=”center”][/vc_column][/vc_row][vc_row][vc_column][vc_column_text]Empezaré estas líneas haciendo una confesión. O mejor, dos, como los petitsuises, ahora que estamos en confianza. No hace demasiado tiempo no me convencía mucho eso del lenguaje inclusivo y, una vez convencida, me ha costado aprender a usarlo. Y aún así, yerro más de una vez o me paso un buen rato dando vueltas a la frase para no hacerlo.
Pero, y ahí va la segunda confesión, es algo que prometí a una buena y luchadora amiga, que siempre me decía –ahora ya casi no me lo dice, debo estar en el buen camino- que cuidara este aspecto. Así que gracias, Ángela, por mostrarme la senda, y ya ves que lo prometido es deuda. Y como dicen que no hay nada peor que una persona conversa, pues he acabado haciendo apostolado del lenguaje inclusivo. Y casi sin darme cuenta.
La verdad es que, al menos en mi caso, la cosa va mucho más allá del famoso “ciudadanos y ciudadanas”, “compañeros y compañeras” o “amigos y amigas”, que he de reconocer que en muchas ocasiones resulta cansino. Pero tampoco es nada nuevo. No hace mucho descubrí un fragmento del Cantar de Mío Cid que hablaba de “mujeres y varones” y “burgueses y burguesas”, que me pareció un magnífico ejemplo de que no hemos descubierto nada a estas alturas. Claro que hubo quien se apresuró a responderme que era un recurso literario sin más, pero ahí está para quien quiera comprobarlo.
También recuerdo, desde que tengo memoria, que los espectáculos empezaban con la famosa frase de “Señoras y señores” o “Damas y caballeros”, sin que nadie se mofara de ello ni se le mudara la color ni hiciera aspaviento alguno. Probablemente, porque el presentador del esmoquin o la presentadora del traje escotado decía exactamente lo que quería decir, una admonición a los dos sexos porque a ambos llamaba para ser espectadores. Y es que, por supuesto, no supone problema alguno que una mujer pueda asumir ese rol pasivo de potencial consumidora. Ese papel nunca se ha discutido. Es cuando pasamos de ser pasivas a activas cuando empiezan los problemas.
La cuestión surge cuando una se empieza a dar cuenta de que el lenguaje nunca es inocente. O que, aunque lo fuera, nunca lo son las personas que lo usan. Y, por eso, no hay como no nombrar algo para invisiblizarlo. Y de ahí la importancia de lo que decimos, mucho más allá de duplicar sustantivos o utilizar al @, la x o, como he leído últimamente, la e, como muestra de integración.
Afortunadamente, nuestra lengua es rica en recursos, y hay muchas maneras de incluir sin incurrir en la constante repetición, aunque a veces también se haga necesaria. Ya en la escuela nos enseñaban aquello de los nombres colectivos, que englobaban una multitud sin necesidad de emplear el plural. Gente –y no gentes, como gustan de repetir algunos famosos-, enjambre, muchedumbre o multitud, por ejemplo, abarcan la existencia de diversidad de seres sin necesidad de emplear el plural ni el género como marca diferenciadora. Al igual que “persona” se refiere a hombres y mujeres sin necesidad de utilizar el masculino que se pretende neutro y comprensivo de todos y de todas.
No podemos olvidar que nuestra lengua tiene unas reglas y éstas, a día de hoy, son las que fija la RAE. Pero tampoco podemos olvidar que es una institución formada mayoritariamente por hombres y que nació y ha sido reflejo de una época en la que el machismo era algo consustancial a la sociedad. Por eso sigue manteniendo definiciones como las que aluden a “jueza” o fiscala” como la mujer del juez o del fiscal, sigue considerando que “sexo débil” es el sexo femenino, o distingue connotaciones positivass o negativas en el masculino o femenino del mismo término, como ocurre con “zorra” y “zorro” o “mujer pública” u “hombre público”. Y, cuando demandamos explicaciones, se argumenta que sigue siendo una de las acepciones que se emplea.
Si lo aceptamos sin más, estaríamos ante la pescadilla que se muerde la cola. Como se usa, la RAE lo plasma, y como la RAE lo plasma, se puede usar sin problemas. Así que hay que dar un paso más. Y de ahí mi conversión, a la que aludía al empezar esta reflexión. Dejemos de usar el lenguaje de ese modo y forcemos a que estas cosas entren en desuso, para dejar sin excusa a quienes se empecinan en seguir conservándolas.
Por eso es importante cuidar lo que decimos. Y por eso yo, casi instintivamente, empecé a hacerlo. Tratar de no hablar de mí misma en masculino, pero, sobre todo, tratar de encontrar modos de decir las cosas sin que acaben impregnadas de un sexismo que a toda costa intento evitar. Sustituir, en la medida de lo posible, el tan manido “todos” por “todas las personas”, o “los que” por “quienes” es un buen ejercicio para ello, sin forzar ni un ápice el buen uso del lenguaje ni abusar de las repeticiones.
Sé que hay quien piensa que, con la que está cayendo, es un tema baladí. Que deberíamos de centrar nuestra lucha en acabar con la violencia de género o con las discriminaciones de grado sumo en vez de obcecarnos en lo que consideran tonterías. Pero he llegado a la conclusión de que, como diría mi madre, toda piedra hace pared. Y no solo eso, sino que si empezamos por hacernos visibles en el lenguaje, estaremos consiguiendo hacernos visibles en otros muchos campos en los que parece ignorarse olímpicamente la presencia de las mujeres. Y, lo que es casi más importante, si nuestra juventud aprende a utilizar el lenguaje de ese modo, tal vez estemos dando un paso de gigante de cara a un verdadero futuro en igualdad.
Sé que hay muchas reticencias. Y que enseguida surge quien pone como ejemplo términos en los que se usa el femenino de modo genérico para ambos sexos, como ocurre con “periodista”, “ortodoncista” o “estilista”. Y también ocurre al contrario, si no, traten de pasar al femenino la palabra “piloto”. Hay cosas de mero sentido común, y tampoco hay que exagerar la nota para no caer en el ridículo ni hacer de la regla excepción.
Si empezamos por hacernos visibles en el lenguaje, estaremos consiguiendo hacernos visibles en otros muchos campos en los que parece ignorarse olímpicamente la presencia de las mujeres.
Y ojo, soy consciente de que algunas palabras suscitan su debate. Como la referente a mi profesión, fiscal, que hay quien ya usa en femenino, aunque reconozco que no me gusta y prefiero quedarme con “la fiscal·, eso sí, con un “la” muy grande, que me molesto en cambiar de formularios aunque haya quien lo considere una tontería o una pérdida de tiempo. Soy la fiscal, como sería la vocal, si perteneciera a una asociación. Lo que no sería nunca es “el fiscal” o “el vocal”. No obstante, respeto a quienes prefieren seguir pugnando por ser “la fiscala”, y, por supuesto, a quienes me llaman así. Tal vez algún día me convierta también a ello. Nunca se sabe. También hubo un tiempo en que “presidenta”, “clienta” o hasta “jueza” resultaban chocantes frente a sus homónimos masculinos, que se consideraban comunes a ambos sexos. Y hoy nos hemos acostumbrado a oírlo.
Así que ahí queda eso. Ojalá sirva para reflexionar acerca de la importancia que el lenguaje, nuestro principal instrumento de comunicación, tiene para avanzar en el camino para ser cada vez más iguales. (TRIBUNA FEMINISTA)
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