Opinión

Sueños y pesadillas de los déspotas

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Por: Walter Anestiades

Sueños y pesadillas de los déspotas

“L’État, c’est moi” (El estado soy yo, en francés), es la cita que la historia le atribuye al rey Luis XIV de Francia. Y si no la dijo él, cualquier déspota podría reclamar el copyright.

Cristina Kirchner pudo haberla acuñado. Carlos Rovira también. No nos hace falta trasladarnos demasiado ni en tiempo ni en espacio para encontrar ejemplos de gobernantes que han tenido-o tienen- el poder total. Sin control.

El déspota necesita tener el control sobre todo. Y necesita neutralizar cualquier resistencia. En los tiempos que corren un déspota tiene bien claro que hay dos poderes que necesita domesticar si es que pretende lograr que la ley sea su voluntad. El judicial, para que no se investigue lo que hace. Y el mediático, para que no se cuente lo que hace. Y así lograr la impunidad tan deseada.

Es lo que consiguió Rovira en Misiones. Armando una corte provincial con un ex apoderado de la renovación-RubénUset-y con su ex maestra de Biología-Ramona Velázquez-, entre otros. Y de ahí hacia abajo. Cualquier investigación de los fiscales-si alguno se animara-y las denuncias por presuntos actos de corrupción de los protegidos del líder tienen el mismo futuro: van a parar al cajón de un escritorio para dormir una regia siesta (preguntarle a un tal Ewaldo Rindfleisch). En materia de medios, salvo Misiones Cuatro y algunas poquísimas excepciones, el fundador del Frente Renovador es el editor responsable.

Cuando ocuparon la presidencia durante doce años, el kirchnerismo tuvo una política de medios absolutamente igual a la que había pergeñado en Santa Cruz. Disciplinamiento a través de la pauta oficial y la construcción de un “relato” que pudiera gritar (y su refutación solo susurrar) a través del armado de un aparato de propaganda mantenido con los recursos del estado. Además de la invención de ese concepto canallesco de “periodismo militante”, un oxímoron que no resiste el menor análisis. Tuvieron a su favor, y tendrán, el administrar un país con instituciones débiles, plagado de ignorantes que creen que la plata del estado la pone Dios y de analfabetos cívicos incapaces de conectar la calidad institucional con la calidad de vida. Personas que no creen en la libertad y creen en los buenos amos. Por eso no tienen drama en dar el voto a favor de la concentración de poder.

Alberto Fernández ha demostrado ser un buen soldado de la causa. Cuándo Néstor lo tenía de enlace con el grupo Clarín (en la época en que eran socios y el kirchnerismo le facilitó los negocios como la fusión Cablevisión-Multicanal). O cuándo fue el encargado de hacerlo echar al periodista  “Pepe” Eliaschev de radio Nacional (no se les había sometido, claro). Alberto fue una pieza importante a la hora de intentar instalar que el periodismo es un ejercicio sospechoso. Especialmente el que no te deja chorear tranquilo.

Nuestra gilada vernácula cree que la prosperidad no tiene nada que ver con la libertad. Se piensan a sí mismos dentro de la jaula. Satisfechos y agradecidos por comer las miguitas que el déspota les tira.

Puede que esa mentalidad, a esta altura del partido, sea inmodificable. Y que la sumatoria de los clientes, los vasallos y los tartufos de un número mayor al de la gente digna, honrada y que no anda lamiendo trastes de la política para progresar en la vida.

Que la justicia no investigue lo que se hace. Que garantice la impunidad. Que el periodismo no cuente lo que se hace o lo cuente como el gobierno quiere. Y que la sociedad permanezca indiferente ante esto o, incluso, que le parezca que está fenómeno.

Es el sueño de todo déspota.

¿Qué es un rebelde” le preguntaron a Albert Camus. “Es alguien que dice no”, respondió el escritor y periodista. 

Que ganen. Que vuelvan. Que se queden por mucho tiempo. Que reciban aplausos. Que gocen de impunidad. Que los arrastrados a sus pies se sigan contando por cientos de miles o por millones.

Siempre habrá alguno que diga que no.

Es la pesadilla de todo déspota.

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