Cultura y Espectáculos

“El arte no puede cambiar el mundo, pero hace visible lo que no se ve”

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En su ensayo “Cronografías”, Graciela Speranza: intenta bucear en “un presente embriagado de presente”, donde la velocidad, la simultaneidad y la sobreoferta de estímulos son una constante.

“El arte no puede cambiar el mundo, pero hace visible lo que no se ve”

[vc_row][vc_column][vc_column_text]En su ensayo “Cronografías”, Graciela Speranza: intenta bucear en “un presente embriagado de presente”, donde la velocidad, la simultaneidad y la sobreoferta de estímulos son una constante.[/vc_column_text][vc_single_image image=”106117″ img_size=”full” alignment=”center”][vc_column_text]Frente a un presente que monopoliza la percepción y precariza los vínculos con el futuro, el arte puede funcionar como estrategia para restituir la dimensión compleja del tiempo: en su ensayo “Cronografías”, la escritora y crítica Graciela Speranza dialoga con un conjunto de manifestaciones artísticas que invitan a ralentizar la mirada en una escena dominada por el consumo y la hiperconectividad.

Los hombres y mujeres de la aldea global dirimen una batalla sin precedentes para dar con la estrategia vital que les permita aprovechar las ventajas de la revolución digital sin sentir que el tiempo se escurre más que nunca, o que la subjetividad se empobrece y cede terreno ante el “aquí y ahora” de las redes.

La velocidad, la simultaneidad y la sobreoferta de estímulos se concatenan como las variables de un malestar social que Speranza codifica como la experiencia “de un tiempo sin tiempo”, en el que el pasado aparece desdibujado y el futuro es una dimensión acechada por la depredación del medio ambiente.

“Un presente embriagado de presente”, tal como lo define la autora de exquisitos textos como “Oficios ingleses” y “Fuera de campo”.

En “Cronografías” (Anagrama), Speranza recorre una selección multiforme de manifestaciones artísticas que indagan en la relación del sujeto contemporáneo con el tiempo, como las creaciones de los artistas argentinos Adrián Villar Rojas y Fabio Kacero, la producción audiovisual de Richard Linklater (“Boyhood”), la videoinstalación “The Clock” del norteamericano Christian Marclay, la novela “Austerlitz” de W.G. Sebald o una instalación del sudafricano William Kentridge que lleva por título “La negación del tiempo”.

“Todo el arte y todas las ficciones ‘escriben’ su tiempo y el relato es sin duda el medio privilegiado con que le damos forma a nuestra experiencia confusa, informe, de la temporalidad: por un lado la escasez cada vez más acentuada del tiempo en la vida cotidiana, la aceleración y la instantaneidad de un puro presente sin proyección de futuro. Pero también la escasez en otro sentido, la amenaza cada vez más patente de un crecimiento ciego que nos está llevando a una catástrofe ambiental no demasiado remota”, sostiene Speranza a Télam.

– ¿Qué implica producir arte bajo un paisaje delimitado por la idea de “un tiempo sin tiempo”?
El arte y las ficciones actúan como una especie de sismógrafo de las transformaciones o incluso como un antídoto: obras que en la tradición moderna del realismo crean formas y dispositivos nuevos capaces de traducir la aceleración o la sobrecarga digital, pero también obras que contrarían ese “presentismo”, enloquecen la flecha del tiempo, tensan la duración del presente o invitan a desacelerar la mirada.

– T: ¿De qué manera el arte puede seguir funcionando como espacio de resistencia frente el consumo seriado y al desdibujamiento del sujeto en los soportes digitales?
– G.S.:
La duplicación digital del mundo, la integración a los parámetros del intercambio electrónico, sobre todo a partir de la invención del teléfono celular, se han naturalizado en la vida cotidiana al punto de invisibilizar la magnitud de los fenómenos, sus poderes de anticipación, control y decisión. En solo un par de décadas quedamos inmersos en una red de flujos de información y sofisticados algoritmos cada vez más opacos.

Y aunque ya no creemos como las vanguardias que el arte puede cambiar el mundo, seguimos creyendo que el arte puede correr el velo, volver visible lo que no se ve. Es lo que sucede en “Touching Reality”, por ejemplo, un breve video del suizo Thomas Hirschhorn, que en solo seis minutos recorta, extraña, desnaturaliza ese nuevo gesto mecánico y frío con que hoy pasamos las imágenes en la pantalla táctil con total desatención al contenido.

– En su libro “Cada vez que decimos adiós”, John Berger decía que el siglo XX era el siglo de los grandes exilios y que el cine era la disciplina que mejor representaba esa idea del desplazamiento. ¿La instalación vendría a ser la manifestación que mejor refleja la escena de este siglo, atravesado por la noción de inmovilización?
–  
La instalación de video, efectivamente, trae una transformación capital para la imagen en movimiento. La célebre pregunta de André Bazin “¿Qué es el cine?” parece ahora menos importante que “¿Dónde está el cine?”. El cine renace y se revitaliza en el “aquí y ahora” de la sala del museo o la galería, invita a la participación activa. El espectador que estaba condenado a la inmovilidad frente a la movilidad de las imágenes en la sala del cine y estaba preso del ilusionismo envolvente de una experiencia casi onírica, puede ahora moverse en un espacio abierto, asistir a una experiencia única e individual sólo posible en ese sitio, en que la percepción del tiempo se altera y el tiempo prodigiosamente se desquicia y ensancha.

– El espacio y el tiempo están cifrados por la ubicuidad y la instantaneidad. ¿Las sociedades están enfermas de presente?
Nuestro tiempo no solo se esfuma en la carrera a la que nos obliga la sociedad de consumo, con sus ritmos cada vez más acelerados de producción, sino también en las respuestas a las demandas que nos impuso la revolución digital, con su redes de conexión global inmediata. La vida humana parece haberse integrado a los parámetros del intercambio electrónico -el correo, el WhatsApp, las redes sociales, el multitasking- y el tiempo desaparece en el puro presente de esas tareas sin pausa.

Jonathan Crary, en un libro que es casi un manifiesto y no me canso de recomendar -“24/7. Capitalismo tardío y el fin del sueño”- percibe que son muy pocos ya los intervalos significativos de la existencia humana a excepción del sueño, que no han sido penetrados o arrebatados como tiempo laboral, de consumo, mercantilizado. La aceleración y la ansiedad parecen habernos privado de la atención concentrada, del derecho a la ausencia, al silencio y hasta de la posibilidad de “perder el tiempo”. También del tedio que lleva a la contemplación y la deriva mental.

– La ilusión de condensar el tiempo real y hacerlo coincidir con el tiempo del hecho artístico atraviesa producciones contemporáneas como el film “Boyhood”, de Richard Linklater o la saga de autoficción “Mi lucha”, de Karl Ove Knausgard ¿Este fenómeno es consecuencia de la crisis del realismo clásico y se asume como un modo de resignificar la experiencia del tiempo?
La película de Linklater, filmada con los mismos actores durante doce años, es única en ese sentido. El tiempo pasa y transforma a los actores y a los personajes y, como en la vida misma, el “ahora” de cada escena está impregnado de un futuro incierto que hace peligrar la empresa de la película. En el caso de la saga de Knausgard creo que no solo se expande el presente, tensando los límites de las variantes del realismo que conocemos, sino que se expande el “yo” del que cuenta y nos implica, más allá de los límites conocidos de la “autoficción”. Y también podríamos pensarlo como una reacción a otro fenómeno contemporáneo, el aplanamiento de la identidad en el “perfil”. No solo el perfil con que se nos invita a representarnos en el intercambio social de la web, como una suerte de empresarios de nuestra identidad, sino también el perfil con que nos singularizan Google, Spotify, Amazon, Facebook, definiendo nuestros gustos y deseos. En ese contexto, los intentos literarios diametralmente opuestos de Knausgaard y del francés Jean Echenoz me parecen extraordinarios, dos caminos renovados del realismo centrados en la duración: contar la propia vida por extensión en seis gruesos volúmenes o condensar vidas reales de personajes singulares en novelas muy breves con una economía prodigiosa.[/vc_column_text][vc_facebook type=”button_count”][vc_tweetmeme][vc_column_text]Télam – vm.[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]

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